Cotidianas

Estiro mis brazos con cuidado. No lo quiero despertar, aunque sé que me siente correr el mosquitero, ponerme las medias, pisar con cuidado el suelo frío, tomar las gafas a tientas, el celular…,  y salir suavemente cerrando la puerta.

Ambos respetamos esa pequeña maniobra que, de ser rota, implicaría un intercambio insustancial de palabras, y el inicio prematuro del café, la loza, los huevos en el sartén.

Pero… la libertad.

Cierro la puerta y pongo el café molido en la cafetera que, con un borboteo de carro viejo, me va recordando que empieza el día.

Tomo la taza de insecto, saludo con un beso al aire a su primera dueña, la lleno de café y abro la puerta.

El calor en las manos, en la boca, en la nariz.

El vapor en las gafas.

 

El viento frío me cuenta de la cocina de leña de la vecina,

de los gatos y los perros,

de hace cuanto está lloviendo.

 

(Llueve, menos mal, ya me contaste que el pasto está amarillo de la sed en el páramo y que tu pelo, coherentemente anarquista, amenaza con enredarse con cuanto pueblo haya en el mirador. ¿Sigues fumando mientras me escribes? ¿Ya encontraste la gelatina para tu abuelita? ¿Extrañas mis palabras?)

 

Sentada en el escalón que da al patio... o al cultivo... o como se llame eso,

las flores se ruborizan con la caricia del rocío.

 

Ignorantes de pandemias y quiebras de negocios,

filas de hormigas amenazan con acabar cada árbol y cada planta,

que, con rebelde insistencia (o gracias a esas jardineras increíbles),

brotan en un verdolé

que ni García Lorca.

 

Ya llegaron los perros,

y el café ya tuvo un lugar nuevo en mi pantalón de pijama,

cada vez menos blanco,

más carmelito.

 

Respiro profundo.

La cadena del baño baja

y me preparo para una ráfaga de solicitudes:

 

- No, no puedes comer Ducales.

- No, no te voy a dar yogur todavía.

- No, no puedes jugar Wii.

Ven, te abrazo.

 

El olor del hijo,

que es mejor que el café y la mañana,

y las hormigas

y García Lorca juntos

en un decreciente segundo de cariño.

 

Se abre la otra puerta

y yo me siento en el comedor,

no lista todavía para el “dormistebien,sígracias”,

o el beso esquivo, raro.


Las sábanas y su golpe contra el aire,

los átomos volando en un rayo de luz.

Bien estirada, que rebote una moneda en ella.

Nunca entendí cómo,

pero me imagino y paso la mano,

procurando no molestar a la gata,

que acaba de llegar de su paseo matutino.

 

Monedas rebotando en la cama…

ah, oficio ridículo de monjas sin nada que hacer.

 

(¿Te conté que quería ser monja cuando era niña?

Me imaginaba cantando detrás de los paneles de madera.

Cantar y rezar hasta que Dios bajara de la cruz

y me dijera “qué tan bonito niña”,

y me hablara como a mi abuela,

en forma de hostia -Dios, no mi abuela-,

y me dijera que no pasaba nada,

que si acaso me había quitado los pies o las manos).


Es un chorrito pequeño de cloro en un balde de agua.

Después de barrer todo, mover todo.

 

Los virus se esconden detrás de las patas de las sillas,

 debajo de los cojines,

listos para atacar.

 

Limpiar el lavamanos para que el bichito no se les meta a los niños por los ojos,

que se la pasan tocándose

 a pesar de que el ministerio, la escuela, Dios y yo.

 

Las superficies, los pomos, los controles, los lápices,

San José y la Virgen de Fátima -que tal que me oigan,

y yo con ellos llenos de polvo.

Ja.

 

No como yo, casi que sin mácula

¿Será el cloro lo que aleja el polvo también?

 

(¿Si ves? Hasta en el pensamiento sacro soy pecadora

y pienso en tu mano llenando de polvo mi espalda,

en el polvo que nos echaríamos si te agarrara una noche de estas,

o en el polvo tan bárbaro que tenía esa cama ese día.)

 

Vuelta al balde.

El trapero tiene toda mi atención

y ahora es mi pelea a muerte con el bicho

que llega al piso de mi casa

y salta a la nariz y boca de mi niño,

que ese sí que está lleno de tierra, juemadre,

a pesar de que le digo que se quite los zapatos al entrar.

 

Agua, cloro y trapero.

Para eso estudié música:

para encontrar que efectivamente hasta en esto

 hay contrapunto, melodía y repuesta.

Variaciones a la manera de erradicar ansiedad

pensando que se mata un virus.

 

El trapero sale café,

y eso que ayer también trapié,

y con cloro y todo,

y barrí y moví

y espanté bichos constituidos por cadenas de RNA y no de DNA

(ojo, y en inglés y todo).

 

Ahora toca lavarlo,

no sea que luego llegue alguien a evaluar mi feminidad

por la blancura y limpieza de mi casa.

 

Ahora sí que puedo decirles que sigan:

ya por eso no me van a fregar la vida.

Soy tan mujer que mi casa está impecable.

 

Yo no...

pero espere.

Entre que me baño, me rasuro (por si la misma persona

que viene a ver si hay polvo detrás de las cajas

 de debajo de la biblioteca

viene y me ve la axila

no crea que yo me descuido -ni más faltaba-,

una mujer no es vanidosa, pero se cuida, por supuesto)

y me echo crema en la cara,

con cuidado de no malgastar la de contorno de ojos,

ya estoy lista.

Como mi casa.

 

Tómalo veci:

sí puedo hacer esto y estar linda.

O eso me dicen los ojos de tus hermanos,

que me miran con ganas desde la reja

y por los que prefiero no ir sola al río…

 

…sí, ese río del que te hablo de vez en cuando,

 y que es tan transparente

y tan dulce

y tan frío

como si fuera el negativo del café de la mañana.

 

Al que llego rogando

que no le vayan a ver esas arenas que le brillan al sol,

o que los peces se metan bien al fondo entre las rocas,

y que nadie lo toque nunca más sino mi cuerpo 

y las risas de mi hijo y su amigo.

 

Vas a ver que un día voy a ser como la mujer caimán:

que de tanto ir al río y comer arroz con naranja…

(ya te sabes la historia)

 

(vuelvo y abro esto porque… ¿te imaginas lo lindo de ser río

y cada viernes santo amanecer mujer

conquistando pescadores de ojos dulces?).

 

Nadie vino a revisar si estaba linda y oliendo a flores.

No hay ningún Teguciyampa que me invite a escaparme con él de mis obligaciones.

Tampoco hay a quién mostrarle

que barrí debajo de la nevera

o que los trapos de la cocina están organizados por tipo y tamaño.

 

El tercer tinto ya me lo tomo sentada

y empiezo a leer la lista que hice la noche anterior.

 

Siempre hay algo que hacer de las clases:

revisar, leer, calificar.

 

No quiero calificar.

Esto de hablarle al computador me sobrepasa.

 

Mejor reviso cuántos muertos hoy,

por el bicho, porque líderes ya se perdió la cuenta,

 y como si ya no importara

 

(Ya sé. Ese es mi otro trabajo

en el universo paralelo en el que yo vivo en Bogotá

y usted en Popayán.

No tuve hijo,

 no pago casa,

 vivo en arriendo cerca a mi mamá

y me fumo un cigarrillo en las noches,

con algún amante con el que también hablo de memoria,

relatos, pedagogía del oprimido y monocultivos.

 

Ese yo es más interesante.

No le habla a la monja que va a venir a visitar

y ver si se pueden rebotar monedas en las camas,

o si quedó mugre detrás de la pata del mueble de la cocina...

 

Aunque por supuesto que se echa crema y se rasura,

porque muy intelectual y feminista

pero primero muerta que sencilla).


Quiero ir al río.

Va a llover

y huele a húmedo de nuevo.

 

No quiero ir al cafetal.

Ya sé que la cosecha está empezando,

pero ahora… ¿dónde carajos voy a meter el café?

 

Igual me tercio la mochila

y me pongo medias largas.

Luego una bota.

Y la otra.

 

(Como cuando Jigua y Mauro.

 -esa no te la conté y no es el lugar;

una también tiene sus reservas).

 

Uf.

Mejor voy a revisar...

 

y el café efectivamente está ahí, esperándome.

 

¿Será que si no hubiera llegado ese día con rabia y llorando al árbol

y le hubiera dicho que apoyaba cualquier forma de controlarnos...? 

 

Como si los árboles escucharan

y me hicieran caso.

 

Las pepas se desgranan en mis manos:

Suaves, rojimoradas, babosas.

 

El olor de la segunda cosecha, -la de junio, que hoy florece-

se mezcla con la miel de la cereza.

Pero las abejas están concentradas

en la flor peluda del guamillo.

 

Se escucha el zumbido constante,

interrumpido por mi paso en la tierra,

que se hunde un poco

y me lleva de un lado a otro.

 

Este árbol está lleno.

Este café ya se dañó.

éste hay que cortarlo.

Repite.


Los insectos se mueven entre las hojas de pasto,

que se defiende de agresión

llenándome de una pelusa

que mañana se va a revelar como un picor constante y rojo

en mi piel clorada. 

 

Mejor les canto.

A los cafetos, no al pasto o a los insectos.

 

Estoy segura de que sí me escuchan.

Capaz que yo tengo la culpa del virus,

por haberle lanzado la maldición a la humanidad depredadora

que acabó con cuanto árbol había en la finca

que le da nombre a esta vereda.

 

Plot twist: yo también soy humanidad depredadora.

Y lloro entre el olor del café de la mañana,

el verde defensivo

y el dulzor del jazmín

por mi hijo y su mamá sin aire,

por mis palabras sin pensamiento.

 

Ya me lo había advertido mamo Roberto:

palabra dulce, siempre.

 

Bajo al árbol

y le digo que nos dé una buena muerte.

que no hay problema con eso de morirse,

pero que no quiero que mi hijo sufra

y menos que muera ahogado.

 

Luego me siento ridícula de nuevo.

Dizque imponiéndole condiciones a una maldición a la humanidad:

"Ay si, véngate pero de nosotros dos no".

Ja.

 

Y luego pienso en mi mamá,

y en mi papá frente al mar,

y en mi hermano, con su barriga

y sus deudas de Parra,

y en don Compa... (si, en él también pienso)

y no me imagino más.

Qué miedo.


El café parece interminable.

Esta combinación de lluvia y sol lo maduran más rápido de lo que pensaría.

 

¿Y si siembro lechugas y maíz?

Debería.

 

Y aprender a hacer fogatas

y a mirar a ver cómo es que se hace jabón,

porque cuando se dañe de nuevo la red de agua,

con esta cuarentena no va a haber nadie

y me va a tocar ir a lavar al río de nuevo

porque la humanidad ya se está extinguiendo

y sivenyoteniarazón,

me salvo por limpiar compulsivamente

y porque soy la elegida del árbol

que ya tiene hijos en mi cultivo.

 

Me imagino a las hormigas

pensando si me traen o no el virus.

Y les digo que vean que yo no les echo Lorban,

y que las dejo acabar con casi todo.


Y el ruido de la quebrada, constante, me aquieta.

 

Los cafetales, de lado y lado de mi tierra

("mi"… ja)

 se ven bonitos contra el azul del fondo del cielo.

O blanco.

O incluso en verde desteñido de la finca del frente.

 

Y subo la lomita,

 escuchando el agua y los pájaros.

-          Mamáááá...

-           ¿Qué?

-          Sí puedes.

Lo que sea: Ducales y wii y bicicleta y batería.

 

Hay que llenar el balde para echar el café,

y el que flota tengo que separarlo mañana.

 

Cierro los ojos.

Entra aire verde y húmedo.

Sale cálido.

 

El verde es el color que me va a definir cuando la autopsia:

verde río y húmedo,

y cálido

y verde Armenia cuando bajo del avión.

 

El coronavirus es verde

y se va a amañar. Qué carajos.

 

Yo y mi árbol sabemos

que igual la tierra va a vivir,

que es en últimas, lo importante.

 

Me siento

y pienso que qué sarta de romanticadas.

 

Lo que va a vivir es el capitalismo.

Auxilio.

 

Ese virus si no lo negocia mi árbol

(Qué ganas de apropiarse de todo…

y dale con el "mi")

 

Y en esas mejor me pongo a trabajar de nuevo. 

 

(A esta hora me doy cuenta,

por cuarta vez,

que no me has escrito).


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