Hamza -Fadwa Tuqan
Hamza era un hombre común,
como los demás en mi pueblo
que, con nada más que sus manos, se ganan el pan.
Cuando lo conocí, tiempo atrás,
esta tierra estaba de luto, llorando
en un silencio sin viento. Y me sentí derrotada.
Pero Hamza -el común- dijo:
"Hermana mía, nuestra tierra tiene un corazón que palpita,
que no deja de latir, y soporta
lo insoportable. Guarda secretos
de colinas y vientres. Esta tierra en la que brotan
trigo y palmeras, es también la tierra
que da a luz al guerrero de la libertad.
Esta tierra, hermana mía, es una mujer."
Los días pasaron. No veía a Hamza en ninguna parte.
Y sin embargo sentí al vientre de la tierra
estremecerse de dolor.
Hamza - sesenta y cinco años- pesa
como una roca a sus espaldas.
"Quemen, quemen su casa"
gritó un comando,
"y encierren a su hijo en una celda".
Los militares de nuestro pueblo luego explicaron:
fue necesario para conservar la ley y el orden,
perdón, ¡para el amor y la paz!.
Soldados armados rodearon su casa:
La serpiente se mordió la cola.
El golpe en la puerta fue una orden -
"¡Evacúa, maldita sea!"
Y como eran generosos con el tiempo, dijeron:
"¡Sí, en una hora!"
Hamza abrió la ventana.
Cara a cara con el sol que brillaba,
gritó: "en esta casa mis hijos
y yo viviremos y moriremos
por Palestina".
La voz de Hamza fue un eco limpio
sobre el sangrante silencio del pueblo.
Una hora después, de manera impecable,
la casa se desmoronó,
las habitaciones explotaron por los aires,
y ladrillos y piedras estallaron,
enterrando sueños y recuerdos de toda una vida
de trabajo, lágrimas, y algunos momentos felices.
Ayer vi a Hamza
caminando por una calle de nuestro pueblo -
Hamza, común como siempre fue:
siempre firme en su determinación.
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Hamza was just an ordinary man
like others in my hometown
who work only with their hands for bread.
When I met him the other day,
this land was wearing a cloak of mourning
in windless silence. And I felt defeated.
But Hamza-the-ordinary said:
‘My sister, our land has a throbbing heart,
it doesn't cease to beat, and it endures
the unendurable. It keeps the secrets
of hills and wombs. This land sprouting
with spikes and palms is also the land
that gives birth to a freedom-fighter.
This land, my sister, is a woman.'
Days rolled by. I saw Hamza nowhere.
Yet I felt the belly of the land
was heaving in pain.
Hamza — sixty-five — weighs
heavy like a rock on his own back.
‘Burn, burn his house,'
a command screamed,
‘and tie his son in a cell.'
The military ruler of our town later explained:
it was necessary for law and order,
that is, for love and peace!
Armed soldiers gherraoed his house:
the serpent's coil came full circle.
The bang at the door was but an order —
‘evacuate, damn it!'
And generous as they were with time, they could say:
‘in an hour, yes!'
Hamza opened the window.
Face to face with the sun blazing outside,
he cried: ‘in this house my children
and I will live and die
for Palestine.'
Hamza's voice echoed clean
across the bleeding silence of the town.
An hour later, impeccably,
the house came crumbling down,
the rooms were blown to pieces in the sky,
and the bricks and the stones all burst forth,
burying dreams and memories of a lifetime
of labor, tears, and some happy moments.
Yesterday I saw Hamza
walking down a street in our town —
Hamza the ordinary man as he always was:
always secure in his determination.
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