1. Tu mano.

Me aprieta la mano. Es suave como el chal de algodón que tejió en crochet y con el que me arrullaba. Un poco más frágil, un poco más mullida. Le acaricio la mano mientras la sonda entra. La piel se le va a quebrar en cualquier momento. Tiene la misma consistencia del papel mantequilla después de haber sido mapa hídrico, o de los que conservo en el baúl, con las flores y animales que adornaron sábanas y ajuares.

Cierra los ojos y trata de pasar el líquido, que igual va a terminar en la bolsita que reposa en su pecho. (¿Cuándo decidió dejarse las canas y olvidar los rulos?) Siempre he observado el movimiento de sus manos: El hilo entre los dedos, que se cierran y se abren al paso de la naveta de frivolité, los golpecitos en la espalda de los nietos, la forma en la que cortaba las rosas, el paso de las cuentas del rosario… teje y piensa, teje y habla, teje y cría.

Ayer me regalaron margaritas, abue.

La imagen no es. Es un compendio que al escribirse se pierde. Inhabilidad mía. Como el hilo, que una vez ensartado ya no es sino juntura, cadena, margarita o camisón. Esa es tu mano ahora. Una caricia. La tibieza de la mano áspera sobre mi pelo enredado y quinceañero, la desnudez mientras te bañamos o te alzo, la tristeza de los edificios en el que era humedal.

Algunas mujeres nacen para escribir, otras para construir puentes y armar edificios. Las hay quienes cantan y quienes matan. Yo nací para preguntarme cómo es que trepar un árbol, tocar periódicos del diecinueve, o caminar, incluso, te troca en María, en bosque, en mí.

Es azul el cielo mientras mueres. Queda el rastro blanco de las nubes. Yo llego a Bogotá, tu mano a todas partes.


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