Se deslizó la ternura
entre tu cadera y mi espalda,
y yo olvidé la soberanía de las naciones.
Volví a pensar lo que ya sé imposible:
navegar el río
sin un pedacito de icopor.
Me recorrió la ternura,
esa que tenías escondida.
Yo aproveché el descuido.
La llevé a pasear lejos
de tristezas y certezas;
le ofrecí mis canas, risas y besos,
la reanimé en tus condiciones:
cañaduzales, palabras y flores.
Tres noches fue mía.
Y en la última madrugada,
temblorosa luna de agua,
te la devolví con un beso en la frente.
La lloré una montaña
y tres carros rojos.
Los besos son, en últimas,
aliento divino,
forja inmortal
de los bosques bajo las espigas.
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