A partir de un nido de guacamayas y el río cauca
I
Siempre me imaginé una casa:
Papá, mamá, dos hijos (una niña, un niño)
portada de Cosmopolitan o Vogue
por lo menos Selecciones, página central.
Siempre soñé una casa con flores:
pensamientos, hierbabuena, margaritas, hortensias.
Rosas, no. Demasiadas espinas para tanto olor a funeraria.
Un patio que rodeara la casa,
y dos árboles de durazno, un jazmín,
las feijoas, uchuvas, tréboles que iban
a ser receta de cuanto niño llegara.
Siempre pensé que iba a ser
maestra jardinera: un delantal de cuadros
sobre el blanco impecable de la bata
jugando a la rueda con niños, colores y canción.
II
Nadie le avisa a uno el costo de cada imagen,
el duelo de cada sueño
que - inútil, además- se va escribiendo
en la piel.
Al principio, como en los cuentos de hadas,
todo sucede con un toque de varita mágica:
fiesta con los amigos en las noches
y desaparecen las hortensias.
El primer sueldo
y se va el arcoíris que se escondía tras la casa.
No te das cuenta, no duele, no se siente.
La cosa se expande.
La maestra jardinera y su perfección de Mary Poppins
se queda enredada en la primera discusión sobre el signo lingüístico,
a ella la extrañas de vez en cuando
entre subir las notas a SAC y enseñar por millonésima vez el verbo tu bí.
La casa tiene que cambiar por
un apartamento en arriendo
los niños impolutos por
un embarazo con estrías,
y un resultado que no estás segura de que
sea algo distinto a un alien.
Pero donde se hace la magia -la de verdad-
es en los dolores profundos
los que de alguna manera anulan
los sueños fundantes.
Esos que te obligan a pasar una John Deere
donde habías sembrado
el jardincito, el duraznero, la huerta.
Cortar, a golpes de hacha y pala, las raíces
del árbol de feijoa donde vivieron
risas, saltos y manitas llenando de rosado
los sueños
y de dulzura de néctar
la boca.
III
Y vienen las microfracturas
que no tenías idea de que eran micro
hasta que te das cuenta que, en vez de piel,
tienes una especie de coraza, de tejido
cicatrizante interno y externo:
fuerte, áspero, recio.
Aunque cada golpe de pala
se sienta
como Atreyu perdiendo a Artax:
mil castillos derrumbándose.
Pero era Cosmopolitan.
Lo mínimo que había que hacer era una hoguera.
Dejas entonces que la corteza se calcifique
y cortas, quitas, entierras.
Te duele la vida.
IV
Nadie te dice el costo de la nueva siembra.
La profunda disciplina que requiere
darte vía,
permitirte los pies descalzos
en la banca del río.
Soltar la idea del marido con maletín
y abrir la piel a la caricia espontánea
mientras tu abuela te dice
"irresponsable" y "los hombres son caballos desbocados"
(El dorso de la mano bajando por la nuca, a piel de la espalda,
la cintura, la cadera.
Los dedos como las patitas de un escarabajo negro iridiscente
deslizándose por huequitos y cicatrices,
construyendo un camino nuevo
en cada caricia)
Sueltas la idea de los hijos de revista
y te hundes en la sangre que te quiebra los huesos.
En tu vientre sabes que algo pasa
y ya no quieres un niño con shorts y camisa polo en una arenera en un parque con heladossinderretirseysonrisascolgate.
Quieres que tu sangre valga la pena
(John Deere en acción)
Que tus arterias hagan ríos de fuerza
de esa que trepa árboles y nada mares.
Y le vas enseñando
qué es verde y
qué es música y
qué es sueño y
qué es esperanza,
y le pones un gato en tu piel para que sienta el ronroneo
y bailas salsa para que sienta los tambores
y caminas montañas para que su oxígeno le lleve noticias
de la negrura de la tierra
y de la humedad del musgo.
Y aún no le has escuchado el corazón.
Cuando tu hijo, el de verdad, te parte en mil pedazos para estar en tu pecho
y por primera vez lo hueles en tu sangre y tu leche,
reconoces una impronta de fuerza y humedad.
Tu hijo, tu sangre, tu fuerza, tu rabia, está ahí, hecho de luz y palabras
que aún no sabe
pero que ya lo definen.
Él también hará su propio decálogo que romperá con dolor.
De pronto le temes a tus deseos.
Sabes, en lo profundo, que no son tuyos,
y que esos, los propios, se van a demorar en crecer
Es como si después de la retroexcavadora
hubiera que deshacer, aún, raíces y cimientos.
Estercolar una y varias veces
con los escombros y desechos de tanta fantasía
que, como el ojo de poeta, lo ahoga todo.
Te das cuenta de que esta siembra tiene otros tiempos.
Te preñas de ti misma.
Te construyes con tu propia sangre,
perdiendo pelo, dientes, huesos.
(Si alguien nos hubiera dicho que cada vida que das es una vida que te quitas, aunque nos lo dijeron y no escuchamos, las brujas, ojo por ojo, diente por diente)
Te inundas. Explotas. Hay avalanchas después de incendios e inundaciones.
Esperas 7 años.
V
Un día amaneces y oras:
hágase de mí según tu palabra
o más bien
hágase de mí según mi palabra
y metes el pie al río, una vez, de nuevo.
Sientes el agua, la arena, el sol.
No tu idea de ellos
no tu ensueño
sino las cosas.
Brotas.
Algo de lo que había empieza a reverdecer.
Ya no hay jardín podado ni pelo amaestrado,
sino más bien
tu propia selva.
Ya no la fantasia,
sino el despliegue vital.
Ya no la esperanza
sino el deseo como cataratas
en cada uno de tus poros.
No es espectacular.
No es de revista.
Todo lo contrario...
Parece como el monte, el papel periódico,
el café en vasito verde.
No es espectacular
hasta que entre la nueva maleza
empieza a crecer un yarumo.
Comentarios
Publicar un comentario