La palabra es la primera cicatriz.

La palabra es la primera cicatriz.
Antes que el ombligo se caiga,
la palabra ya ha sido impresa,
su melodía aglutina
el ritmo del corazón y la tierra.

Dulce, amarga, salada,
se confunde 
entre leche, miradas y caricias,
entre gritos, abandonos, 
y esas minúsculas, inmensas violencias
del cuidado cotidiano.

Impresa en el cuerpo,
limita y expande,
atesora,
esconde,
sugiere. 

Nos compone,
da peso, 
nos ancla
a una sensación, un lugar.

Decimos "hijo"
y le damos ritmo y melodía al mundo,
que, visto así,
no es sino una traducción 
de materia a armonía, pulso, acento.

Decimos "árbol" 
y nos invade una humedad verde,
la inmensidad que habita raíces y ramas, 
y la sabiduría, la fuerza y la vida 
se nos enredan en la lengua.

Es, tal vez, la insistencia de la onda,
su eco y su rebote,
su marca,
lo que resume la experiencia toda 
de la vida humana.

Tom, tom, tom, tomtom,
vibra el cuerpo y responden los pies.

Tumtum, tumtum,
se acelera la sangre y brota la palabra.

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