[He aprendido a temerle a la belleza]

He aprendido a temerle a la belleza.
En el límite siempre hay sombra:
Los colores brillantes te matan, 
los amaneceres de rosiñol auguran un calor ahogante.

Los días grises, en cambio, son 
la tranquilidad de la supervivencia cotidiana: 
La generosidad de la lluvia y la necesidad del barro 
contrastan con la muerte inmaculada de lo pristino.

Va uno a ver y el brillo no es mejor. 
Tanta luz al final ciega, y confía entonces uno en los sonidos
en reconocer los pájaros que cantan entre el verde, 
y viene el descubrimiento de que demasiado canto 
solo es indicativo de una reducción drástica de ramas en las que posarse.

Es así que ya no sé ni qué desear cuando apago la vela
o si pensar que la vela sea en realidad la trampa 
y debería uno dejar que se consuma
al fin y al cabo desear sobre la 
comunión es una reiteración.

Va y el secreto es dejar de imaginar, 
de reescribir lo desconocido
con la fuerza necesaria para que parezca realidad
(vitral roto, por supuesto)

Esperar a que los ojos se acostumbren,
que si no hay rama hay suelo y viento,
entender
que aún sin mi caricia
todo sigue ahí.



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