Alegoría - Allegory (Diane Seuss)




Me encantaba el norte. Recuerdo

la calidad de la luz, y sin embargo no tengo la voluntad

necesaria para describirla. Frambuesas con forma de campanillas,

objetos sacados de cuentos de hadas.

Aguas verdes dominando la noche.

Ese golpeteo impersonal.

Dedos fríos peinando las piedras.

Buscando algo. No recuerdo

qué. Dedos azules. Labios.

Una prenda azul que llamaba mi súper-camiseta.

Verdiazúl. Lo suficientemente grande para que flotara en el viento 

casi sin tocarme. El dolor

que sentí al irme y dejar 

todo lo que representaba, un dolor

en mis entrañas, trabajo, una premonición, pero igual

creyendo que un día volvería.

Que todo me estaría esperando,

inamovible. Pero hasta los cuerpos

de agua se cansan de sí mismos.

--

Sólo extrañé lo que tuve.

Me siento tentada a enumerar, 

pero el tiempo de las listas se acabó.

Mencionaré que había un monasterio.

Los monjes, con barbas largas, hacían mermelada

de frutos del bosque y horneaban hogazas

pesadas de pan. En su literatura

escribían del invierno como su estación de sufrimiento.

Hay peores cosas que el invierno, quise decirles,

mientras les daba dinero por pan.

Quise levantar mi camiseta y mostrarles mi cicatriz.

Cuando aún sangraba, me cambié el tampón

en el bosque detrás del monasterio y dejé

el usado atrás, como excrementos de un animal salvaje.

Sangre en el aire, su olor como de monedas húmedas.

Irrumpiendo en esas hogazas.

El viento con su trayectoria unívoca.

Me había roto y matado de hambre.

--

Era un lugar lleno de historias sin trama,

música sin melodía.

Cómo puedo explicarlo. Estoy segura de que han escuchado 

música disonante, pero no es a lo que me refiero.

Y sé que han leído historias en las que nada pasa.

Quizá compuestas de una serie de epifanías básicas.

O descripciones ostentosas que al final terminan en nada.

Tarde o temprano, todos esos autores muren de sífilis. 

Los tuberculosos fueron los lograron dar sentido,

como si el sentido los fuera a mantener vivos,

Pero el sentido, en un vendaval, es de lo primero que se va.

En el norte, todas las formas se mantenían a sí mismas.

No había necesidad de llenarlas de nada.

Cálices en los que el vino hubiera sido supérfluo.

Y en cada momento una forma, una secuencia de campanas sin badajo.

--

Hay poesía de la rabia, y poesía de la esperanza.

Cada una impulsa la otra, se mira en el espejo y se

ve. O esgrime la otra. ¿No es gracioso

imaginar a la esperanza, no más grande que un bebé,

esgrimiendo la rabia en su puño como una maza?

Cuando estaba en la universidad, trabajaba en un ensayo

sobre la historia de Hawthorne's "Mi pariente, el mayor 

Molineux", y tuve que buscar en el diccionario "maza".

Se suponía que explicáramos el símbolo de la maza.

Luego sería el doblón de oro en Moby - Dick.

¿Qué es "explicar", me preguntaba, qué es "maza"?

Los diccionarios eran, en ese tiempo mohosos, pesados y viejos. 

Tenías que buscarlos. Ellos no te buscaban.

Cuando era del norte, leía libros con páginas débiles.

Libros sin símbolos. Sólo hechos.

Y fotografías, no dibujos.

No tenía que empinarme para alcanzarlos, o arrodillarme a sus pies.

Cuando la casa se quemó, alcanzada

por un rayo, se quemaron con ella. 

--

El aire en el norte era frío y delgado.

En ese entonces había enemigos, pero no tiranos.

Pueblos fantasma y pueblos. Navíos y naufragios.

Navíos y espejismos de navíos.

¿Quién podría decirnos la diferencia?

Un rebaño de renos blancos cuyos fantasmas,

después de que los renos hubieran sido asesinados, se veía como en vida,

blancos, sus ojos delineados en rosa.

---

Las grullas canadienses sobrevolaron,

sus chillidos como huesos traqueteando en una caja de madera.

Parecía como si un sepulturero hubiera cubierto toda la región,

su cara atacada por su propia pala.

En un bar llamado Chum's jugué 

con los lugareños, y me emborraché bajo la mesa.

Lo que sea que contenía mi copa era transparente y letal.

Nadie habló conmigo, pues la gente del norte

no habla con extraños, y yo era una.

Una canción turbia sonaba una y otra vez

hasta que empecé a pensar que era la única en el mundo.

Durante el día, la luz en los árboles era verdi-dorada.

Es todo lo que voy a decir al respecto.

Hay demasiados poemas sobre la luz.

--

Lo que sea que fuera el norte, lo extraño.

Mi vida se ha vuelto espesa sin él.

Espesa, como el sirope de sorgo, de experiencia.

Pesada con toneladas de memoria, tanta carga, tanto peso.

No tiene lugar acá. Sé, o vete.

Hubiera querido ser menos, una receta compuesta por un solo ingrediente.

Una vez conocí a una cantante con una voz así.

Con la voz aguda, delgada de una flauta plástica

de esas que nos obligaban a tocar en la escuela primaria.

Cada nota igual a la anterior,

y cada instrumento igual al siguiente,

como una fila de huevos de pollo de fábrica.

La cantante de voz delgada se fue a Irlanda.

Fue mesera de bar. Fumó una cajetilla al día.

Algunos dirían que se le arruinó la voz,

ahora ronca, arrastrándose por los registros más bajos.

Muchos dirían que nos vemos parecidas, pero no me parece.

Ahora que su pelo largo se rizó con el tiempo,

su jardín se hizo rebelde, su dobladillo trapea el suelo,

y su voz es cruda y baja como haciendo eco

desde un foso abierto, mío... veo la semejanza.

--

En el norte, no había mucho que comprar y poco para vender

excepto pan, mermelada y tartas de carne envueltas en papel encerado.

Recolecté materiales de los pisos de madera,

y usando un martillo de juguete y puntillitas de oro

construí un bote que llevaría un mensaje por el agua.

Disfruté construirlo y escribir el mensaje,

que no era distinto a cualquier otro mensaje antes enviado por agua.

Era un mensaje infantil, en realidad.

Lo enrolle en un papiro, lo puse en una cánula plástica,

y lo pegué al bote con un pegante a prueba de agua,

pero tan pronto lo envié a aguas profundas,

y lo vi tomar camino hacia el atardecer,

perdí mi fé en él, o interés.

Una vez zarpó, tenía ya poco que ver conmigo,

o mas bien, nada que ver conmigo.

--

Durante la plaga,

que se ha vuelto una forma de vida,

coleccioné resiudos de barras de jabón Ivory,

ya demasiado delgados para bañarse o lavarse las manos,

pero quizá útiles luego cualdo cosas como el jabón

empiecen a desaparecer de las estanterías de las tiendas,

o cuando se acabe lo que nos queda de dinero.

Me imagino atando los pedacitos

con cauchos que he guardado y amarrado 

a la manija de la puerta de vidrio que lleva al ático. 

Un invierno largo de los de la plaga un mapache vivió

ahí, en el ático. Podía escuchar sus garras mientras caminaba 

en círculos sobre mi cabeza. Mi techo, su piso.

Yo se que también te ha pasado. Entiendes

que puedes cruzar mil puentes

pero no hay manera de ir al norte de nuevo,

lo que significa que es hora de irse a la cama,

como la fila de las niñas del gigante

en sus gorritos de dormir que combinaban, 

nuestras alegorías de inocencia.




Allegory


I loved the north. I remember that.

The quality of  light, yet I don’t have the will

to describe it. Thimbleberries,

things out of fairy tales.

Green water overpowering the night.

That impersonal bashing sound.

Cold fingers combing through stones.

Looking for something. I don’t remember

what. Blue fingers. Lips.

A blue garment I called my power shirt.

Green-blue. Big enough it floated in the wind

and barely touched me. Grief

that I had to leave and everything

leaving represented, an ache

in my guts, work, a premonition, but still

the belief I would one day return.

It would all be here waiting for me,

unchanged. But even the body

of  water grows tired of itself. 


——


I yearned only for what I had.

I am tempted to list those things,

but the time for listing is over.

I’ll mention that there was a monastery.

Monks with long beards who made jam

from wild berries and baked heavy

loaves of bread. In their literature

they wrote of winter as their season of suffering.

There are worse things than winter, I wanted to say,

handing them money for bread.

I wanted to lift my shirt and show them my long scar.

When I was still bleeding, I changed my tampon

in the woods behind the monastery and left

the used one behind like the scat of a wild animal.

Blood in the air, the scent of it like wet pennies.

Tearing into those loaves.

The wind with its one-track mind.

It had broken me down and starved me.

 

——


It was a place filled with plotless stories,

music without melody.

How can I explain. I’m sure you’ve heard

discordant music, but that’s not what I mean.

And you’ve read stories in which nothing happens.

Maybe composed of a series of low-grade epiphanies.

Or flamboyant description that in the end comes to nothing.

Sooner or later, those authors all died of syphilis.

The tubercular ones were the meaning-makers,

as if meaning would keep them alive.

But meaning, in a gale, is the first to go.

In the north, all forms stood for themselves.

There was no need to fill them with anything.

Chalices in which wine would be superfluous.

And every moment a form, a string of tongueless bells.

 

——


There is a poetry of rage and a poetry of hope.

Each fuels the other, looks in the mirror and sees

the other. Or wields the other. Isn’t it funny

to imagine hope, not much more than a toddler,

wielding rage in its fist like a cudgel?

When I was in college and working on a paper

about Hawthorne’s story “My Kinsman, Major

Molineux,” I had to find “cudgel” in a dictionary.

We were to explicate the symbol of the cudgel.

Later it would be the gold doubloon in Moby-Dick.

What is “explicate,” I wondered. What is “cudgel”?

Dictionaries then were musty and heavy and old.

You had to go to them. They did not come to you.

When I was north, I read books with flimsy pages.

Books without symbols. Only facts.

And photographs, not drawings.

I did not have to rise to them, or kneel at their feet.

When the house burned, struck

by lightning, they burned with it.

 

——


The air in the north was cold and thin.

There were enemies but not tyrants then.

Ghost towns and towns. Ships and shipwrecks.

Ships and mirages of ships.

Who could tell the difference?

A herd of white deer whose ghosts,

after the deer were shot, looked as they had in life,

white, their eyes rimmed pink.

 

——


Sandhill cranes flew over,

their calls like bones rattling in a wooden box.

It seemed as if one gravedigger covered the whole region,

his face bashed in by his own shovel.

At a bar called Chum’s I shot

pool with the locals, drank myself under the table.

Whatever filled my glass was colorless and lethal.

No one spoke to me, as people in the north

did not speak to strangers, and I was a stranger.

One murky country song played over and over

until I began to believe it was the only song in the world.

During the day, the light in the trees was green-gold.

That’s all I’m going to say about it.

There are too many poems about light.

 

——


Whatever the north was, I miss it.

My life since has grown thick without it.

Thick, like sorghum syrup, with experience.

Heavy with memory’s tonnage, such a drag, such a load.

It has no place here. Be, or leave.

I wish I was less, a recipe composed of a single ingredient.

I once knew a singer with a voice like that.

The high, thin sound of the white plastic flutes

we were forced to play in elementary school.

Each note the same as the last,

and each instrument the same as the next,

like a lineup of factory-raised chicken eggs.

The thin-voiced singer moved to Ireland.

Bartended. Smoked a pack a day.

Some would say her voice was ruined,

husky now, dragging itself through the lower registers.

Many thought we looked alike but I couldn’t see it.

Now that her long hair is frizzed by time,

her garden unruly, her hem scraping the floor,

and her voice raw and low as something that echoes up

from an open pit mine, I see the resemblance.

 

——


In the north, there was not much to buy and little to sell

but for bread, and jam, and meat pies wrapped in wax paper.

I collected materials from the woods floor,

and using a toy hammer and tiny gold nails

built a boat that would carry a message out into water.

I enjoyed building it and composing the message,

which was not unlike every other message sent into water.

It was a child’s message, really.

I rolled it into a scroll, and encased it in a plastic film cannister,

and attached it to the boat with waterproof wood glue,

but as soon as I launched it into deep water,

and watched it drift and bob toward sunset,

I lost faith in it, or interest.

Once it sailed away, it seemed to have little to do with me,

or nothing at all to do with me.

 

——


During the plague,

which has become a way of life,

I collected the ends of bars of Ivory soap,

worn too thin for bathing or hand-washing,

but useful maybe later when things like soap

begin to disappear off grocery shelves,

or what’s left of the money dries up.

I imagine tethering the scraps together

with rubber bands I’ve saved and lassoed

to the glass door handle that leads to the attic.

One long winter of the plague a raccoon lived

there, in the attic. I could hear its claws as it wandered

in circles over my head. My ceiling, its floor.

I know you’ve lived it, too. You understand

that you can cross a hundred bridges

but there is no way to go north again,

by which I mean it’s time to put to bed,

like the row of the giant’s children

in their matching nightcaps,

our allegories of innocence.



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