Doña Rosario

Yo partía galletitas Ducales
mientras escuchaba las oraciones,
con las esssssesss repetidas, reptantes.

Una cucharadita de azúcar,
un cafecito, un poquito de leche, gracias,
y el Diosssstesssalve enredado entre
el rosario y las medias Ritchi,
los zapatos planos —nunca de tacón—
sobre el piso de madera
viruteado, encerado, brillado.

De lo que nunca me enteré
fue de los antes y los después,
esos que se discutían en cama
después del noticiero de las siete:
que el señor Velandia y Alicia,
que el doctor Algunacosa había comprado un carro,
que la hija de doña Rosario había quedado en embarazo.

Lecciones ejemplarizantes
antes de dormirme en el sofá del lado.

Las ánimas, les decía mi abuelo.
Las Marías, Alicias, Lolitas, Isabeles.
¿Qué de ellas soy?

Ya no tengo santos juzgantes,
aunque tampoco con quién rezar el rosario.
No cruzo las piernas.
Procuro no romper nada en pedacitos,
—el pan sí—
pero para el bocado justo,
antes del sorbo de café.

Me siento a tomar algo,
una cerveza,
en lugares que no son mi sala,
con versiones de lo que fui
y no seré-ya-nunca.

No importa cómo seamos: la culpa igual va a estar.
A pesar de la insistencia en la posibilidad,
vamos a tener que comprar una curita para la rodilla raspada.
O, un día, un olor nos va a despertar
un ánimo de enredadera en el vientre,
y ese ensayo no se va a escribir nunca, más nunca.

Hagamos lo que hagamos,
el ritual de abrir ventanas
y tomar el café con ambas manos
va a perdurar.

Como el olor ácido y achocolatado
que sube a los pulmones,
y la insistencia de las curvas
que se dibujan cada vez más profundo
a los lados de la sonrisa.

Comentarios

Entradas populares